martes, 28 de abril de 2015

Muerte de un paraíso

Creo en el destino y sé que el nuestro fue no estar juntos hasta que lo fue. Creo en las casualidades como un juego del destino sobre nosotros, que nos persuade de conectar hechos, como si su mera causa dispusiera un encuentro, una despedida o un cruce irrelevante. Este cruce fue, el que fue el inicio de un destino juntos.
Volver a pie es un ritual de pocos. Para los conocedores, sin embargo, es fácil comprender que el mero hecho de cruzar de calle puede transformar, quebrar, el panorama de lo conocido. El recorrido no cambia, pero sí lo hace nuestra percepción de él, lo cual podría, incluso considerarse de mayor relevancia. Análogamente el concepto es único pero las ideas, o los caminos, por los que se los consigue, distintos. En los hechos la vereda de la inmobiliaria estaba bloqueada y tuve que cruzar. Volverme casi un traidor a mí mismo y acercarme al paraíso de la vereda opuesta, tentador, por su sombra y engañoso, por su propia atracción. Quien nunca ha visto un paraíso, no debe dejarse embaucar; pueden parecer lo necesario, lo útil y lo bueno, pero sus frutos se pegan a uno contagiándolo, envolviéndolo en un aroma de desgracia. Es falso que son un regalo. Son meramente una sorpresa, una de las curiosidades del destino.
Si existe algo fuera del alcance de mi interés es escribir sobre aquello fuera del alcance de mi conocimiento. Sin embargo (ya está dicho) no sé más que mi idea y panorama. Mi historia ya fue contada y confío en que volverá a serlo. Mi verdadera duda es, si llegará a ser real. No vivida, que sí la he vivido, sino real. Nítida, para tantos como sea necesario, para componer un hecho. Como me dijeron alguna vez “El mundo fue plano, hasta que suficiente gente se convenció de que era redondo”.
Hasta ahora en mis hechos, sólo crucé una calle, el cambio es imperceptible pero existe. La primera vez fue sólo eso: un movimiento inescrutable de las líneas de mi vida, un caso puntual. En el conjunto, el cambio radical fue sólo consecuencia de su constancia. No comprendo la medida del tiempo, sé que duró desde ese entonces en adelante: desde ese entonces en adelante caminé por la calle del paraíso.
Cruzaba y caminaba media cuadra, allí el paraíso, seguía otras tres, doblaba a la derecha y llegaba hasta la reja negra que mi madre solía pintar, cada vez que la lluvia la dejaba. No vale la pena recordar los primeros encuentros, fueron no solo infructuosos sino incomprendidos, invisibles. Creo que ambos, a un nivel subconsciente, de la falsa realidad que esconde la pureza en lo simple, nos tanteamos y descubrimos a un nivel cutáneo, el futuro que nos enlazaría. A pesar de todo, tuve que notarlo en algún momento, puesto que el paraíso, había cambiado al primer plano en mi nuevo panorama de la rutina del peatón que regresa.
El paraíso estaba ahí, sí, pero aún no era lo que sería. Empezó a serlo un día en que volvía, más atento o desconcentrado que otros. Volvía. Crucé la calle, avancé media cuadra y el paraíso, seguí caminando y me detuve, no para doblar, sino para retroceder. Desvolví mi camino, puesto que el paraíso me había develado una epifanía secreta. Tuve que adelantar mis pasos más allá del lugar al que regresaba para poder volver a avistar un detalle oculto. Volví y recuperé mi capacidad de ver. El paraíso, en una de sus ramas y solo para los ojos destinados, desfiguraba la forma de un lazo, que delineaba la muerte sin ser más que el boceto de una horca.
Sé que podría haberme pasado desapercibido, y comprendo que existan quienes, incapaces de ver la incidencia del aspecto de la rama de mi paraíso, me consideren desvariante. Una rama curva parece poca cosa, comparada con los hechos, de la presuntuosa vida que nos gusta sufrir. Lo parece y también lo hubiera parecido para mí. Pero el destino es constante y no bastándose con eso, es perfecto en su simpleza. Mi paraíso y yo representábamos un único alma, eterna, desdoblada en dos seres. Nos unía un entramado profundo, más inmerso en la espiritualidad que el amor de los hombres. Ambos nos pertenecíamos en un nivel ridículo de existencia mutua.
El círculo de la horca de mi paraíso, que estaba a poco de ser, fue. Fue círculo, fue horca, fue muerte, fue en mi paraíso y en todos lados. El día en que el círculo de la horca de mi paraíso, descubierto en una simple casualidad del destino, fue círculo, cerrado, completo, macizo; el propio lazo alrededor de la vida de mi amor se cerró. Vi la muerte y y volví a volver, volví a quien había ocupado mi pensamiento. Volví a lo que era. La muerte en mi casa, la sospecha en mi pensamiento. Volví a volver, deshaciendo la rutina de quien retorna y confirmé mi saber: El círculo era. Eterno, completo, concluso. Era.
Ese día cerré el trato, al bautizarlo. La deuda por su bautizo, mi entierro. Sus raíces se hicieron carne y mi alma paraíso. La furia ahogó todo nuestro ser. Corté la rama, con mis manos. Corte mis manos con la rama. Corte, retorcí, desgarré; mientras, mis manos sangraron. Yo volví a casa; dejé mi alma. Pensé que ahí moría, pero había hallado un culpable de la muerte de mi amor, en mi conciencia.
Pensé que ahí moría pero el destino hizo un bucle. Los bucles del destino pueden ser nimios o eternos. Esta vez fueron la eternidad de mi ser por un tiempo. Cada hecho y cada instante de nuestro encuentro volvió a tomar forma en mí y en la realidad, mi percepción era nueva cada vez, pero mi verdadera alma, atrapada en la repetición preveía cada detalle. La redundancia no le evitaba a mi ser la capacidad de sentir. Vivir el dolor cada vez, oscureció mi alma, que era ajena al bucle del destino pero se enlazaba con el sufrimiento de mi ser. Finalmente solo quedó de mí un reflejo. Mi vida era un espejo roto y el sueño de vivencias un vago recuerdo de lo que ya ha sido. Lo único que escapaba del bucle era mi desahogo de rabia. Tal vez un guiño del destino, que me regalaba una posibilidad de elegir entre tanto retorno...
Tanto retorno, fue simplemente lo que los restos de mi ser sufriente necesitaban. Rehice cada segundo de mi tortura eternamente antes de esta segunda epifanía. Era preso en la repetición de los pasos que me llevaban a la ira, pero durante ella era libre. Decidí eternas veces desquitarme de la rama sin entender que ella no era pincel, sino lienzo. Un lienzo blanco y tenso, desgastado por el pintar y despintar de mi destino. Un lienzo nuevo y reusado cada vez, en el que mi destino, el paraíso, pintaba al árbol del ahorcado cada vez. Entendí que ser libre no existiría si mi destino se pintaba a sí mismo y a mí, una y otra vez de la misma manera. Una y otra vez... llegaba el encuentro, una y otra vez la visión, una y otra vez la muerte, y una y otra vez la ira. Una y otra vez herí mis manos, queriendo herir a mi paraíso. Los círculos son infinitos. Y también lo es la eternidad. Mi paraíso y yo fuimos alma desdoblada. Un único elemento faltaba para nuestra eternidad.
Cerrar el lazo.
En cuanto el peso de mi cuerpo se soltó en la rama, mi paraíso y yo fuimos uno y ninguno. Debí morir en él, para vivir en él. Mi nombre perdió su significado para unir un alma desdoblada en el mismo ser, el mismo nombre.
El árbol del ahorcado.
 “Go hang your dreams on the hanging tree
Your dreams of love that could never be.
Hang your faded dreams on the hanging tree.”
Marty Robbins. “The hanging tree”

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