Creo
en el destino y sé que el nuestro fue no estar juntos hasta que lo
fue. Creo en las casualidades como un juego del destino sobre
nosotros, que nos persuade de conectar hechos, como si su mera causa
dispusiera un encuentro, una despedida o un cruce irrelevante. Este
cruce fue, el que fue el inicio de un destino juntos.
Volver
a pie es un ritual de pocos. Para los conocedores, sin embargo, es
fácil comprender que el mero hecho de cruzar de calle puede
transformar, quebrar, el panorama de lo conocido. El recorrido no
cambia, pero sí lo hace nuestra percepción de él, lo cual podría,
incluso considerarse de mayor relevancia. Análogamente el concepto es
único pero las ideas, o los caminos, por los que se los consigue,
distintos. En los hechos la vereda de la inmobiliaria estaba
bloqueada y tuve que cruzar. Volverme casi un traidor a mí mismo y
acercarme al paraíso de la vereda opuesta, tentador, por su sombra y
engañoso, por su propia atracción. Quien nunca ha visto un paraíso,
no debe dejarse embaucar; pueden parecer lo necesario, lo útil y lo
bueno, pero sus frutos se pegan a uno contagiándolo, envolviéndolo
en un aroma de desgracia. Es falso que son un regalo. Son meramente
una sorpresa, una de las curiosidades del destino.
Si
existe algo fuera del alcance de mi interés es escribir sobre aquello fuera del alcance de mi conocimiento. Sin embargo (ya
está dicho) no sé más que mi idea y panorama. Mi historia ya fue
contada y confío en que volverá a serlo. Mi verdadera duda es, si
llegará a ser real. No vivida, que sí la he vivido, sino real.
Nítida, para tantos como sea necesario, para componer un hecho.
Como me dijeron alguna vez “El
mundo fue plano, hasta que suficiente gente se convenció de que era
redondo”.
Hasta
ahora en mis hechos, sólo crucé una calle, el cambio es
imperceptible pero existe. La primera vez fue sólo eso: un movimiento
inescrutable de las líneas de mi vida, un caso puntual. En el
conjunto, el cambio radical fue sólo consecuencia de su constancia.
No comprendo la medida del tiempo, sé que duró desde ese entonces
en adelante: desde ese entonces en adelante caminé por la calle del
paraíso.
Cruzaba
y caminaba media cuadra, allí el paraíso, seguía otras tres,
doblaba a la derecha y llegaba hasta la reja negra que mi madre solía
pintar, cada vez que la lluvia la dejaba. No vale la pena recordar
los primeros encuentros, fueron no solo infructuosos sino
incomprendidos, invisibles. Creo que ambos, a un nivel subconsciente,
de la falsa realidad que esconde la pureza en lo simple, nos
tanteamos y descubrimos a un nivel cutáneo, el futuro que nos
enlazaría. A pesar de todo, tuve que notarlo en algún momento,
puesto que el paraíso, había cambiado al primer plano en mi nuevo
panorama de la rutina del peatón que regresa.
El
paraíso estaba ahí, sí, pero aún no era lo que sería. Empezó a
serlo un día en que volvía, más atento o desconcentrado que otros.
Volvía. Crucé la calle, avancé media cuadra y el paraíso, seguí
caminando y me detuve, no para doblar, sino para retroceder. Desvolví
mi camino, puesto que el paraíso me había develado una epifanía
secreta. Tuve que adelantar mis pasos más allá del lugar al que
regresaba para poder volver a avistar un detalle oculto. Volví y
recuperé mi capacidad de ver. El paraíso, en una de sus ramas y
solo para los ojos destinados, desfiguraba la forma de un lazo, que
delineaba la muerte sin ser más que el boceto de una horca.
Sé
que podría haberme pasado desapercibido, y comprendo que existan
quienes, incapaces de ver la incidencia del aspecto de la rama de mi
paraíso, me consideren desvariante. Una rama curva
parece poca cosa, comparada con los hechos, de la presuntuosa vida
que nos gusta sufrir. Lo parece y también lo hubiera parecido para
mí. Pero el destino es constante y no bastándose con eso, es perfecto en su
simpleza. Mi paraíso y yo representábamos un único alma, eterna,
desdoblada en dos seres. Nos unía un entramado profundo, más
inmerso en la espiritualidad que el amor de los hombres. Ambos nos
pertenecíamos en un nivel ridículo de existencia mutua.
El
círculo de la horca de mi paraíso, que estaba a poco de ser, fue.
Fue círculo, fue horca, fue muerte, fue en mi paraíso y en todos
lados. El día en que el círculo de la horca de mi paraíso,
descubierto en una simple casualidad del destino, fue círculo,
cerrado, completo, macizo; el propio lazo alrededor de la vida de mi
amor se cerró. Vi la muerte y y volví a volver, volví a quien
había ocupado mi pensamiento. Volví a lo que era. La muerte en mi
casa, la sospecha en mi pensamiento. Volví a volver, deshaciendo la
rutina de quien retorna y confirmé mi saber: El círculo era.
Eterno, completo, concluso. Era.
Ese
día cerré el trato, al bautizarlo. La deuda por su bautizo, mi
entierro. Sus raíces se hicieron carne y mi alma paraíso. La furia
ahogó todo nuestro ser. Corté la rama, con mis manos. Corte mis
manos con la rama. Corte, retorcí, desgarré; mientras, mis manos
sangraron. Yo volví a casa; dejé mi alma. Pensé que ahí moría,
pero había hallado un culpable de la muerte de mi amor, en mi
conciencia.
Pensé
que ahí moría pero el destino hizo un bucle. Los bucles del destino
pueden ser nimios o eternos. Esta vez fueron la eternidad de mi ser
por un tiempo. Cada hecho y cada instante de nuestro encuentro volvió
a tomar forma en mí y en la realidad, mi percepción era nueva cada
vez, pero mi verdadera alma, atrapada en la repetición preveía cada
detalle. La redundancia no le evitaba a mi ser la capacidad de
sentir. Vivir el dolor cada vez, oscureció mi alma, que era ajena al
bucle del destino pero se enlazaba con el sufrimiento de mi ser.
Finalmente solo quedó de mí un reflejo. Mi vida era un espejo roto y
el sueño de vivencias un vago recuerdo de lo que ya ha sido. Lo
único que escapaba del bucle era mi desahogo de rabia. Tal vez un
guiño del destino, que me regalaba una posibilidad de elegir entre
tanto retorno...
Tanto
retorno, fue simplemente lo que los restos de mi ser sufriente
necesitaban. Rehice cada segundo de mi tortura eternamente antes de
esta segunda epifanía. Era preso en la repetición de los pasos que
me llevaban a la ira, pero durante ella era libre. Decidí eternas
veces desquitarme de la rama sin entender que ella no era pincel,
sino lienzo. Un lienzo blanco y tenso, desgastado por el pintar y
despintar de mi destino. Un lienzo nuevo y reusado cada vez, en el
que mi destino, el paraíso, pintaba al árbol del ahorcado cada vez.
Entendí que ser libre no existiría si mi destino se pintaba a sí
mismo y a mí, una y otra vez de la misma manera. Una y otra vez...
llegaba el encuentro, una y otra vez la visión, una y otra vez la
muerte, y una y otra vez la ira. Una y otra vez herí mis manos,
queriendo herir a mi paraíso. Los círculos son infinitos. Y también
lo es la eternidad. Mi paraíso y yo fuimos alma desdoblada. Un único
elemento faltaba para nuestra eternidad.
Cerrar
el lazo.
En
cuanto el peso de mi cuerpo se soltó en la rama, mi paraíso y yo
fuimos uno y ninguno. Debí morir en él, para vivir en él. Mi
nombre perdió su significado para unir un alma desdoblada en el
mismo ser, el mismo nombre.
El
árbol del ahorcado.
“Go
hang your dreams on the hanging tree
Your
dreams of love that could never be.
Hang
your faded dreams on the hanging tree.”
Marty
Robbins. “The hanging tree”
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