sábado, 26 de diciembre de 2020

En vela

Hay algo en estos días que me trae perdida. En general lo noto porque vuelvo del hospital sin dormirme en el colectivo. Camino a ritmo constante y saludo a mis vecines sin distinguirles las caras. Llego a nuestro portal y subo las escaleras, nunca me tropiezo en estos días. Abro la puerta de casa, dejo mi abrigo en el perchero y me quedo quieta. No incómoda ni congelada, solo quieta. Terminé de hacer el último paso planificado de mi día, y me quedé sin instrucciones. A veces paso horas en el estar, cambio el peso de un pie a otro y miro como cambia la luz en la habitación. Huelo a mis vecines hacer la comida.


Nunca sé en realidad cuánto tiempo pasa. Pero aprendí a volver un poco cuando escucho el ruido de las llaves en la misma cerradura que use para entrar casi recién. Martina siempre sabe reconocerme la cara vacía.


Me extiende la mano, en un gesto que supongo suave, pero no recuerdo cómo interpretar. Creo que dice algo pero tampoco reconozco palabras. Sin dudas algo cambia porque parpadeo y siento que llevaba mucho rato sin hacerlo. Me agarra la mano con convicción y saltamos.

 

Al principio la oscuridad. Es una oscuridad general, parecida a mi ausencia. Siento la mano de Martina agarrada a la mia. A veces me pregunto si esto la impacienta pero nunca me dice nada.


Lo siguiente que noto es un chasquido y un perfume suave. Sé que luego de a poco, aumenta la temperatura y todo a mi alrededor se aclara.


Abro los ojos. Parpadeo algunas veces para adaptarme a la luz amarilla. Si presto atención noto como mis pies descalzos se hunden en la especie de arcilla que recubre el suelo. Es un movimiento sutil, al que siento que podría resistirme pero no lo hago. Todo se siente acogedor.


Miro en los ojos de Martina. Despacio me suelta la mano y avanza hacia la orilla, liberándome un poco de la hipnosis. Recién entonces percibo el atardecer. Es enorme, como si el Sol hubiera decidido volverse inofensivo y acercarse.


Me acerco yo también y siento como el suelo encuentra un límite. Sumerjo despacio los dedos en el líquido cálido y disfruto la sensación espesa. Martina me mira y parece contenta porque se acerca y me moja la cara con una caricia. Hay algo plácido en el calor que de a poco transforma mi lejanía en una elección. Nunca sé en realidad cuánto tiempo pasa.


Descubro que puedo relajarme y manejar la distancia. Tomo la ofrenda y me acerco a Martina. Solo existimos ella y yo, rodeadas de atardecer y cera cálida. Nos sumergimos de a poco, midiéndonos la temperatura de la piel a cada paso. No nos soltamos. La luz es solo reflejo de sus ojos y lo sabemos ambas.


En algún momento nos dormimos. Veo el atardecer prolongarse en sus últimos momentos y apagarse al sumergirse en el final de la vela. Nunca sé en realidad cuánto tiempo pasa, pero es de día y estoy de vuelta.